Estamos enfermos:
bajamos las miradas, acallamos nuestros egos,
sucumbimos impasibles tras pantallas yoes de juego,
preferimos encerrarnos en los mundos del milenio,
no mirarnos a la cara, no hablar de sentimientos.
Tecleamos nuestro tiempo, aclamamos más o menos
que lo digital es bueno por encima de un gesto,
una mano, un abrazo, una caricia, ese beso,
esa buena escapada a la isla en el sitio que te cuento.
Y zurcimos nuestras redes de artificio indirecto,
y olvidamos los humanos lo que somos de imperfectos,
hilvanando en vano cuotas de imágenes en aumento,
atrofiando a la par la cuantía en sentimientos.
Mas nuestra humana condición será siempre el espejo
en las pantallas que adoramos como dioses de este tiempo
y aunque buenos fines tengan y de útiles sean acierto,
en los valores de la vida a quienes queremos nos debemos.
Mas parece que encorvamos al andar mirando prestos
los smartphones que atestiguan ese miedo que tenemos;
ese miedo al tú a tú, a la charla sin rodeos,
a la mutua confianza de las charlas de los viejos.
En el mundo del mañana estaremos menos lejos
acercándonos con ganas a decir lo que queremos
a través de las pantallas, de los vídeos, chats pendejos,
olvidando ese ayer de cafés de escritores selectos.
La familia atomizada, las parejas del mismo sexo,
matrimonios que se rompen, o sin hijos, o solteros,
nos dirán cuan poca cosa son las redes del consuelo,
internet a 5G que tecleas nuestros sueños.
Cada vida es un milagro, nazca o salvada sea del averno,
cada muerte es sendero a otro prisma que no sabemos,
por eso mismo aprovechemos, hablemos más, gruñamos menos,
que este tiempo inexorable sea de buen rollo por lo menos.
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