No
sé qué decir, pero sé contarlo todo. En su sagrada forma Jesucristo me dio la
solución. Las llagas de su invicto cuerpo destilan el sufrimiento de toda la
humanidad. La ablución nos llama a su encuentro. Cada día que amanece, cada
respiración y cada instante nuestros llenan de gracia la faz de nuestro Mesías,
aunque ciertas veces nos desentendamos y nos obcequemos en ver sólo nuestras
miserias personales.
La
cristiandad se revuelve, impetuosa, ante los peligros que la acechan. La falta
de vocaciones religiosas. La amenaza del terrorismo yihadista atentando contra
los valores democráticos que abren fronteras para recoger a los refugiados que
se quieren proteger. Los escándalos políticos y humanos de corrupción punible.
El hambre y la miseria en el mundo. El egotismo parlanchín y alborotador. El
egoísmo consiguiente. El ansia viva de medrar sin ética sobre nuestros semejantes.
Se
buscan soluciones para este decaimiento ético global, que en la actualidad nos
concierne a todos y lo podemos reducir yendo más a misa los que decimos ser
cristianos poco practicantes. Y actuando más en los ámbitos consabidos de involucración
de ayuda desinteresada y de voluntariado.
La
Iglesia, ayuna de juventud, envejece al dar la impresión de poca participación
juvenil. Da esta impresión si nos evadimos y no nos implicamos.
Porque
las festividades religiosas deben significar algo más que exhibición, pompa,
folclore, reorientándonos hacia un camino más recto de purificación espiritual
interior.
En
nuestra sociedad los vínculos familiares mueven los engranajes imprescindibles
y mínimos de afecto y comunicación interpersonales.
En
la familia nos sentimos más entendidos y protegidos. Pero, si queremos alcanzar
un mayor grado de plenitud vivencial, debemos movernos más allá de nuestra zona
de confort. Ayudar al necesitado en la medida de nuestras posibilidades. Aportar
el grano de arena que estemos dispuestos a contribuir, y, también, tras una
introspección necesaria, tras despejar nuestros miedos incapacitantes,
ayudarnos espiritual y asertivamente, y poder, así, captar, con mejor
perspectiva, el sufrimiento ajeno que nos mueva a dar tiempo y afecto a quienes
nos los piden.
Jesucristo
nos llama a reunirnos como pueblo suyo a su alrededor, sin que nos distanciemos
tanto por tanta tecnología deslumbradora e individual. Y es que, la casa de
Dios, la de su Padre, abre sus puertas para que, al menos en las ocasiones que
lo merecen, sepamos asimilar las creencias y los sermones religiosos con mejor
actitud y entendimiento. Para que practiquemos la lengua común de la fe que nos
una con mayor naturalidad, y dejemos de ver la paja en el ojo ajeno sin querer
admitir la viga que en el nuestro nos ciega.
Los
ayunos, las implicaciones activas de fe y todo lo relacionado con el culto
deben decir de nosotros algo más que evidentes manifestaciones de veneración al
Padre.
Una
persona, sola, es más vulnerable si se encierra en su sufrimiento. Yo abogaría
por la psicología de Cristo, la de que dejemos de mirarnos el ombligo, andemos
más caminos que podamos recorrer en nuestra trayectoria vital.
El
estrés, la desconfianza, la inseguridad, no obstante inherentes a la naturaleza
humana de nuestra cultura occidental, deben dejar huecos para que respiremos y
elevemos nuestras conciencias y credos en las ocasiones que así nos lo
permitan.
Somos
algo más que simples seres vivos. Somos animales racionales y sociales, pero
nuestros miedos nos aíslan y entristecen.
Un
ermitaño lucha contra las apetencias terrenales. Un cristiano amplía su
panorama existencial si se deja ayudar y ayuda en lo que su persona le permite.
Mi
experiencia como persona con enfermedad mental, más allá de lo que me supone
como individuo con miedos interiores y más o menos racionales, me hace querer desenredar
la madeja de mis pensamientos con espíritu sacrificado y combativo.
No
debo callarme tanto, debo esforzarme en mis cualidades, potenciando aquellas
que más dificultad me entrañan. Evitar el aislamiento; hablar más y con más
personas; y, así, normalizar mi situación de cara al mundo para que los demás
me acepten y respeten como yo quiero respetarlos a ellos.
La
Tierra es un planeta azul, terrestre, habitable, vivo. Las maravillas que en él
se encuentran son el resultado de su paulatina historia cósmica y evolutiva. No
lo destruyamos con nuestras actitudes; no contaminemos tanto el ambiente del
que somos beneficiarios. Entendamos que, como personas valiosas, jugamos, cada
uno de nosotros, un papel único e intransferible, valioso para los demás como
para nosotros mismos y para nuestro Señor.
No
sé qué decir, pero sé contarlo todo. A mi manera.
El
hambre de Dios, presente siempre cuando sufrimos y saciada cuando nos reunimos
a hablar con Él, sin pelearnos, sin descalificarnos, mirando con optimismo cada
recoveco que forma nuestra realidad, ilumina nuestros caminares.
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