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El lunes empieza con una temperatura
moderada para la época en la población de Lucía y Ernesto. Aún no son las nueve
de la mañana, pero el traqueteo en la casa es ostensible. Lucía se encuentra
algo agitada y alterada por el rumbo que los acontecimientos van tomando.
Ernesto, pasmado e intrigado por tanto misterio.
A trompicones van arreglándose y
serenándose mientras dilucidan de qué manera abordar al psicólogo; la posible
estrategia para el encuentro que la misteriosa carta les ha suscitado; la
posible interpretación que deban dar a los hechos a partir de entonces.
-¿Cuánto te falta para salir del baño,
Lucy? -Inquiere Ernesto a ésta desde el otro lado de la puerta del servicio, al
tiempo que la apelada, nerviosa, se termina de secar el cabello.
-¡Ya voy, impaciente! Respeta a tu dama,
por lo que te conviene –contesta Lucía, seca.
-Pero, ¡mira qué hora es! Tenemos que
estar a las nueve en punto en el Centro –Ernesto se impacienta.
-Ya voy, pesado –termina Lucía.
Una vez compuestos, los dos intentan
repasar una síntesis de lo que van a decir.
-Bueno, Lucy, le dirás qué ha sido de su
pasado como boxeador. Cómo consiguió financiarse su porvenir, sus estudios.
-Sí. Y lo más importante, cómo, si es
que al final evitó dar la paliza a mi padre, encubrió su traición. Y, naturalmente,
el paradero del mismo –a Lucía le brillan los ojos.
Atropelladamente van atravesando calles
y aceras a pie, hasta, por fin, llegar al Centro el paciente y la ex religiosa.
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