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En el vestíbulo del Centro, sentado
sobre el escalón primero con el que uno se topaba al entrar al mismo, un individuo
de unos cincuenta años, pelo corto y encanecido, barba rala, ropa algo
descompuesta y pintas de punk desfasado, parece como, con su sola presencia,
estuviese estar esperando a que la joven pareja apareciese.
-Ernesto, que no nos va a poder atender
como nos demoremos más, ¡vamos,
corre! –presurosa Lucía arrastra a su amigo.
-Ya voy, tranquila, mujer, pero, espera,
mira a ese hombre. Esa cara, esa mirada, ¿no te dicen nada? –señala Ernesto a
Lucía no sin cierta perspicacia.
-Pues ahora que lo dices, ¡Dios santo!
Pues sí, me da cierto aire familiar –reconoce la ex monja.
Sin mediar ni una palabra más, y
pareciendo que el diálogo no ha pasado desapercibido para el misterioso
personaje apostado en el escalón de entrada al Centro, el cincuentón se dirige
a la pareja con cautela y guardando la compostura lo mejor que puede.
-Lucy, ¿no sabes quién soy? –la exhorta
el extraño de sopetón sin darle tiempo a más presentación.
-(Con lágrimas en los ojos, y
visiblemente afectada) ¿Padre? Santo Cielo, me va a dar un patatús –es todo lo
que acierta a contestar Lucía, ya casi descompuesta.
-¿Quién si no? –el personaje así se
desvela, abrazando efusivamente a su tesoro más sagrado, su hija tan añorada.
-¿Don Jaime? –balbucea atónito mientras
tanto Ernesto.
-Cuánto has crecido, Ernesto. Y parece
que mi hija te cuida bien, tienes buen aspecto –como es su costumbre, don
Jaime, el padre de Lucía, se dirige directamente al amigo de su unigénita, como
si el soplo de ausencia o muerte supuesta se hubiese desvanecido.
-Padre, todos estos años. Tiene mucho de
lo que hablarme –dice Lucía.
-Cómo no, tesoro. Déjame que me
recomponga de la emoción yo también. Han sido años duros, de ir de un sitio
para otro, con la esperanza de poder regresar siempre presente.
-Ya nos dirá. Le creíamos todos muerto
–apela Ernesto.
-Las cosas se precipitaron en muy poco
tiempo, hijos, no tuve opción si no quería salir mal parado. Manuel, el
psicólogo que lleva este Centro, en su juventud, por perentoria necesidad, se
aferró a la deleznable proposición que le propició Ricardo, mi jefe en la
editorial La Isla.
-Pero, al final, no consumó lo que se le
había encomendado –recuerda Ernesto.
-Para fortuna mía así fue. Ricardo, el
editorialista que tan mal me quería, arengó al pobre Manuel para que me
propinase una paliza una noche dada. Pero, el chicarrón de entonces, que no
tenía en sí mal corazón, me alertó de que mi jefe le había chantajeado por una
modesta suma de dinero. Le quería utilizar como matón. Pero las cosas salieron
de la manera más inesperada.
-O sea, le confesó, Manuel, mi
psicólogo, sus intenciones sin llegar a ponerlas en práctica –concluye Ernesto.
-Algo así. La cosa es que, Manuel, que
no era tonto, me dejó ir, no me pegó ni nada. Y, para encubrirlo todo, Manuel
me legó la mitad del soborno que Ricardo, el editorialista, le cediera para mi
paliza.
-¿Sí? Qué honorable –Lucía reconoce.
-Entonces, yo, decidí desaparecer y
mantenerme con el dinero que me prestó Manuel. Ambos, así, de mutuo acuerdo,
convenimos en la farsa de mi misteriosa desaparición y posible interfecto por
circunstancias desconocidas –concluye don Jaime.
-Pero, don Jaime, su cuerpo, qué hizo
para que se le “enterrase” y no levantar sospechas. Creí de pequeño que usted,
dada la violencia del ataque que sufrió, fue enterrado sin ser mostrado en
público. Así, sí, ciertamente las piezas encajan.
-Evidentemente, Ernesto. El padre de
Manuel, un humilde sacristán, se esmeró lo suficiente para usurpar del registro
un cadáver que ese día, cosas de la vida, le había asignado para su velatorio
desierto el sacerdote de la localidad. Todo fue que el muerto en cuestión no se
encontraba identificado porque parece ser era un indigente. Lo arreglamos los
cuatro, el cura, Manuel, su padre el sacristán y yo de tal manera que constase
en el padrón que el fallecido había sido yo.
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