domingo, 20 de mayo de 2018

LUCÍA Y ERNESTO 13ª ENTREGA

***
En el vestíbulo del Centro, sentado sobre el escalón primero con el que uno se topaba al entrar al mismo, un individuo de unos cincuenta años, pelo corto y encanecido, barba rala, ropa algo descompuesta y pintas de punk desfasado, parece como, con su sola presencia, estuviese estar esperando a que la joven pareja apareciese.

-Ernesto, que no nos va a poder atender como nos demoremos más,      ¡vamos, corre! –presurosa Lucía arrastra a su amigo.
-Ya voy, tranquila, mujer, pero, espera, mira a ese hombre. Esa cara, esa mirada, ¿no te dicen nada? –señala Ernesto a Lucía no sin cierta perspicacia.
-Pues ahora que lo dices, ¡Dios santo! Pues sí, me da cierto aire familiar –reconoce la ex monja.

Sin mediar ni una palabra más, y pareciendo que el diálogo no ha pasado desapercibido para el misterioso personaje apostado en el escalón de entrada al Centro, el cincuentón se dirige a la pareja con cautela y guardando la compostura lo mejor que puede.

-Lucy, ¿no sabes quién soy? –la exhorta el extraño de sopetón sin darle tiempo a más presentación.
-(Con lágrimas en los ojos, y visiblemente afectada) ¿Padre? Santo Cielo, me va a dar un patatús –es todo lo que acierta a contestar Lucía, ya casi descompuesta.
-¿Quién si no? –el personaje así se desvela, abrazando efusivamente a su tesoro más sagrado, su hija tan añorada.
-¿Don Jaime? –balbucea atónito mientras tanto Ernesto.
-Cuánto has crecido, Ernesto. Y parece que mi hija te cuida bien, tienes buen aspecto –como es su costumbre, don Jaime, el padre de Lucía, se dirige directamente al amigo de su unigénita, como si el soplo de ausencia o muerte supuesta se hubiese desvanecido.
-Padre, todos estos años. Tiene mucho de lo que hablarme –dice Lucía.
-Cómo no, tesoro. Déjame que me recomponga de la emoción yo también. Han sido años duros, de ir de un sitio para otro, con la esperanza de poder regresar siempre presente.
-Ya nos dirá. Le creíamos todos muerto –apela Ernesto.
-Las cosas se precipitaron en muy poco tiempo, hijos, no tuve opción si no quería salir mal parado. Manuel, el psicólogo que lleva este Centro, en su juventud, por perentoria necesidad, se aferró a la deleznable proposición que le propició Ricardo, mi jefe en la editorial La Isla.
-Pero, al final, no consumó lo que se le había encomendado –recuerda Ernesto.
-Para fortuna mía así fue. Ricardo, el editorialista que tan mal me quería, arengó al pobre Manuel para que me propinase una paliza una noche dada. Pero, el chicarrón de entonces, que no tenía en sí mal corazón, me alertó de que mi jefe le había chantajeado por una modesta suma de dinero. Le quería utilizar como matón. Pero las cosas salieron de la manera más inesperada.
-O sea, le confesó, Manuel, mi psicólogo, sus intenciones sin llegar a ponerlas en práctica –concluye Ernesto.
-Algo así. La cosa es que, Manuel, que no era tonto, me dejó ir, no me pegó ni nada. Y, para encubrirlo todo, Manuel me legó la mitad del soborno que Ricardo, el editorialista, le cediera para mi paliza.
-¿Sí? Qué honorable –Lucía reconoce.
-Entonces, yo, decidí desaparecer y mantenerme con el dinero que me prestó Manuel. Ambos, así, de mutuo acuerdo, convenimos en la farsa de mi misteriosa desaparición y posible interfecto por circunstancias desconocidas –concluye don Jaime.
-Pero, don Jaime, su cuerpo, qué hizo para que se le “enterrase” y no levantar sospechas. Creí de pequeño que usted, dada la violencia del ataque que sufrió, fue enterrado sin ser mostrado en público. Así, sí, ciertamente las piezas encajan.
-Evidentemente, Ernesto. El padre de Manuel, un humilde sacristán, se esmeró lo suficiente para usurpar del registro un cadáver que ese día, cosas de la vida, le había asignado para su velatorio desierto el sacerdote de la localidad. Todo fue que el muerto en cuestión no se encontraba identificado porque parece ser era un indigente. Lo arreglamos los cuatro, el cura, Manuel, su padre el sacristán y yo de tal manera que constase en el padrón que el fallecido había sido yo.


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