***
Así pasan los minutos, tras lo cual aparece
por el pasillo que a la izquierda se encuentra un hombre de aspecto robusto,
vestido con vaqueros y camisa a cuadros, que, tras ver a la pareja sentada en
el vestíbulo, no duda en acercarse a ella.
-Buenos días, Ernesto. Buenos días,
señorita. Es tu amiga de la que me hablaste hace tiempo, ¿cierto? –el psicólogo
Manuel así se presenta.
-Buenos días, Manuel. Y, sí, ella es
aquélla de la que te hablé. Se llama Lucía. Lucía, este es mi psicólogo Manuel
–le aclara Ernesto a su amiga.
-Encantada. Ernesto me ha hablado muy
bien de usted.
-Mucho gusto de conocerla. Ernesto es un
gran luchador –corrobora el psicólogo cordialmente.
-Verá, Manuel, queríamos hablar con
usted, por lo de la carta, porque ella, finalmente, ha aceptado venirse a vivir
conmigo –confiesa Ernesto.
-Muy bien. Entonces acompañadme a mi
despacho, podremos hablar y tratar el asunto distendidamente.
Así, los tres, partieron hacia el
despacho pintoresco del psicólogo de Ernesto. Las paredes, pintadas a gotelé en
su mitad inferior, y algún cuadro abstracto aquí, algún diploma encuadrado de
Manuel por allá, decoraban la estancia que se les abría paso.
-Tomad asiento –amable y cortés indicaba
el psicólogo con deferencia.
-Gracias –asentía Ernesto.
-Muy amable –contestaba Lucía.
-Ya me dirán, tienen la palabra
–interviene Manuel.
-Ernesto y yo, somos como el agua y la
sed. Fíjese, no más, en esta carta –Lucía, intrépida, extrae del bolsillo de su
faldón multicolor una hoja doblada. La desdobla y se la entrega al psicólogo
Manuel.
-Déjeme que la lea. Es la que le envió
Ernesto al convento, si no me equivoco –argumenta el psicólogo.
-Cierto, don Manuel. Como le dije en
nuestra anterior cita, ella era la única persona en la que esperaba consuelo
–se sincera Ernesto algo conmovido.
La misteriosa carta de Ernesto a Lucía
decía así:
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