domingo, 11 de marzo de 2018

LUCÍA Y ERNESTO 3ª ENTREGA

Ernesto, en el pequeño saloncito de su casa, no paraba de dar vueltas y vueltas. Se sentía eufórico e ilusionado tras la llamada telefónica que hacía unos instantes había recibido del convento de las Carmelitas Descalzas. No cabía en sí de gozo porque, tras la apabullante soledad que la pérdida de su padre le había producido, ahora su amiga de toda la vida, Lucía, la que tanto añoraba tras hacerse monja carmelita (sor Socorro), le ayudaría y conviviría con él, un amor nunca desestimado aun en sus más intensas penurias y pesadumbres.

Debía, Ernesto, ir a recogerla a la estación de autobuses. Allí, Lucía y él se hablarían primero con la mirada, después con el corazón.

Con un Opel Astra algo antiguo que pertenecía al padre de Ernesto, éste acaba de llegar a la estación de autobuses, y, muy agitado, se recuesta en la pared, de pie, de la misma, a la espera del autocar de nuestra ex monja sor Socorro, es decir, Lucía.

Tras unos minutos que se le hacen eternos, aparece el autocar. Desciende progresivamente la gente que iba en él, y, entonces, aparece Lucía, con su pelo castaño corto por la norma conventual, su jersey de lana gris, su faldón multicolor, su carita risueña desgastada por la falta de sueño, y un llamativo colgar-rosario pendiendo de su cuello.

Él, que la reconoce al instante pese al tiempo transcurrido, se dirige a ella, y, sin darle tiempo de reacción, la funde en un abrazo.

-¿Ernesto? Me, me alegro de verte, pe pero por Dios, déjame mirarte –Lucía, algo cohibida, intenta disimular su turbación.
-No me ves, estoy hecho un figurín, como siempre –Ernesto sabe que su aspecto se encuentra en horas bajas, pero hablando así, con optimismo, con alegría, le quita yerro al asunto-.

Tras separarse ambos, Lucía recoge sus pocos enseres del autobús, Ernesto le ayuda, y empiezan a hablar según van dirigiéndose al Opel Astra.

-Sí, mi padre murió este mes pasado, de neumonía, no pudo superarla, su edad se lo impidió.
-Te acompaño en el sentimiento –Lucía le mira con mucha ternura-.
-Mi padre Ernesto y yo éramos uña y carne, aun con nuestras discusiones eventuales.
-Y, ¿cómo estás llevando su pérdida? –se interesa Lucía, en el momento en que una ráfaga de viento se levanta en medio de la calle.
-Como te conté en la carta, acudo tres días por semana a un Centro Especial para seguir desenganchado de mi “trastorno ludopático”.
-Ah, a un CRPSL donde realizas actividades, y te enseñan consejos prácticos y manejos de uso para vivir en tu casa.
- Sí, un Centro de Rehabilitación Psicosocial y Laboral.

Con estos y otros sucintos comentarios, Lucía y Ernesto partieron en el vehículo citado a la casa en que este último intentaría hacer lo mejor posible de anfitrión a su añorada amiga, aun con sus modestas pertenencias.


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