domingo, 4 de marzo de 2018

LUCÍA Y ERNESTO 2ª ENTREGA

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El gallo canta, las campanas repican y se dejan oír por todos los rincones del cenobio de Hermanas Carmelitas Descalzas en aquel nuevo día. Apenas si son las cinco y media de la mañana, pero ya se llama a la oración a las monjas que, con diligencia, deben presentarse en el refectorio a eso de las seis menos diez, tomar un modesto desayuno a base de pan, frutas de temporada, leche y un bizcocho por Hermana, y estar prestas a la misa matutina conventual a las seis y cuarto.

Son ya las seis en punto de la mañana, sor Socorro se termina de comer su naranja, tras engullir previamente el bizcocho mojado en la leche. Se la nota un poco taciturna, inmersa en sus pensamientos, pero ninguna de sus compañeras hasta aquel momento la consideraría capaz de, llegado a tal grado de integración en la Comunidad, abandonar el monasterio y volver a la vida urbana, ruidosa, estridente, especialmente por aquel joven que, pese a su buena voluntad, poco podía ofrecerle, salvo sueldos escasos de trabajos precarios que tanto escaseaban, y la promesa de abandonar su adicción al juego.

Pese a todo, la mañana climatológicamente era favorecedora, en aquel verano de 2010, en el que el Gobierno de Zapatero tan pesarosamente trasegaba su delicada situación financiera frente a los mercados internacionales.

Sor Socorro se presentaba frente a sor Paulina, la madre superiora, ciertamente cohibida, pero resuelta y decidida en sus intenciones:

-Permiso, madre superiora, para hablar con usted de un asunto en extremo apremiante.
-Tiene mi permiso, cómo no, Hermana sor Socorro. Explíquese.
-Verá, madre, ayer recibí de nuevo otra carta de mi gran amigo Ernesto. Hacía seis meses que no recibía correspondencia suya. Pero a diferencia de las anteriores ocasiones, una razón de peso mayor le motiva a pedirme sus respetos.
-Usted dirá.
-Ernesto, que siempre ha sido mi gran amigo de la infancia, ha quedado desamparado, pues su padre, del mismo nombre, ha fallecido recientemente, según me cuenta. Él, que nunca ha dejado de quererme, me apoyó en los peores momentos a la hora de decidirme a la vida religiosa. Nunca se opuso a ello.
-¿Y, por qué no pensó antes las consecuencias que le acarrearía integrarse a la vida monástica?
-Verá, perdí a mi padre siendo niña. Él fue asesinado. El suceso me conmovió por dentro, y decidí, por ello, dedicarme a la religiosidad conventual en cuanto tuviera edad. Pero Ernesto, mi compañero de juegos, mi amigo y vecino, siempre me protegía de los demás chavales y niñas que, hostilmente, no me comprendían, me negaban su amistad, achacando que mi padre acabó como se merecía. Algo cruel e ignominioso que, como comprenderá, hizo replantearme la perspectiva vital.
-Y, ¿qué tiene que ver todo eso en que ese joven le pida ahora sus respetos?
-Pues en que ha quedado solo, ya que su padre le ayudaba a llevar su vida con algo de sentido, según me cuenta en la misiva. Últimamente era su gran apoyo, le ayudaba a administrarse, y le evitaba a recaer en su adicción al juego.
-Ese joven, su amigo, ¿Es un hombre honesto, verdad?
-Naturalmente.
-Y, Hermana, ¿qué me quiere plantear con tanta premura al respecto? No sienta vergüenza, de entre nosotras no saldrá comentario alguno, si es que tiene algún reparo. La confidencialidad es una de nuestras mayores máximas, aquí, en el convento, no lo olvide.
-Pues, verá, madre superiora, nunca, a lo largo de toda mi preparación en la Hermandad, pude desligarme totalmente del afecto que me inspiraba el recuerdo de Ernesto y su compañía. Ya sé que no es propio de una correcta monja carmelita descalza admitir estos afectos mundanos, ya hechos los votos de castidad y pobreza en la Hermandad.
-Usted sabía a lo que atenerse al ingresar en nuestra Congregación.
-Por eso, precisamente, aún en mi interior más recóndito concebía un cierto desasosiego del que no quería darme cuenta.
-Y, entonces, sor Socorro, ¿qué piensa plantearme sobre el asunto?
-Ayer, al recibir la carta de Ernesto, en un principio la consideré como una tragedia que él debiera aprender a asumir con ayuda de instituciones especializadas en ello. Pero, tras releerla un par de veces, afloró un sentimiento en mí de nostalgia, compasión y aflicción hacia Ernesto que, tras cavilar detenidamente sobre él y sus circunstancias, he llegado a la conclusión de que es responsabilidad mía, y solo mía, ayudarle a seguir su camino en la vida, con honor, con mi apoyo, a su lado. No puedo, de ninguna manera, darle la espalda.
-¿Pretende, sor Socorro, abandonar la Comunidad por él?
-Sí.
-¿Está segura de su decisión? Ya sabe que será irrevocable, y no podrá dar vuelta atrás.
-Sor Paulina, estoy segura de mi decisión, como usted dice. Ernesto es un buen hombre, y yo, como ve, una monja débil.
-Como desee, Hermana sor Socorro. Podrá recoger sus ropas urbanas tras la comida del mediodía.
-Muchas gracias, madre superiora. Nunca olvidaré mi recorrido en el convento: la armonía y devoción cristianas en él arraigadas; la fraternización con las Hermanas; el respeto al silencio, la oración y el rezo; y, en general, el desapego de lo material que se profesa y el apego a lo espiritual que se genera.
-Pues, ya de acuerdo, tiene esta mañana disponible para despedirse de las Hermanas, y, con discreción, alegaremos que su salud es quebradiza, y, por tal motivo, debe llevar una vida diferente, que le sea más saludable, en pro de no recaer enferma gravemente. No será necesario dar mayores explicaciones.
-Me parece buena idea, sor Paulina. No tengo nada que objetar.

De esta manera sor Socorro acordó con su madre superiora su salida del convento. La primera un poco confusa aún por el giro que iría a tomar su vida desde esos momentos. La segunda un poco alicaída por la pérdida de una de sus más esperanzadas continuadoras de sucesión en el Carmelo Descalzo.


1 comentario:

  1. Me a gustado mucho espero el próximo domingo para seguir la historia un afectuoso saludo

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