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El gallo canta, las campanas repican y
se dejan oír por todos los rincones del cenobio de Hermanas Carmelitas
Descalzas en aquel nuevo día. Apenas si son las cinco y media de la mañana,
pero ya se llama a la oración a las monjas que, con diligencia, deben
presentarse en el refectorio a eso de las seis menos diez, tomar un modesto
desayuno a base de pan, frutas de temporada, leche y un bizcocho por Hermana, y
estar prestas a la misa matutina conventual a las seis y cuarto.
Son ya las seis en punto de la mañana,
sor Socorro se termina de comer su naranja, tras engullir previamente el
bizcocho mojado en la leche. Se la nota un poco taciturna, inmersa en sus
pensamientos, pero ninguna de sus compañeras hasta aquel momento la
consideraría capaz de, llegado a tal grado de integración en la Comunidad,
abandonar el monasterio y volver a la vida urbana, ruidosa, estridente,
especialmente por aquel joven que, pese a su buena voluntad, poco podía
ofrecerle, salvo sueldos escasos de trabajos precarios que tanto escaseaban, y
la promesa de abandonar su adicción al juego.
Pese a todo, la mañana
climatológicamente era favorecedora, en aquel verano de 2010, en el que el
Gobierno de Zapatero tan pesarosamente trasegaba su delicada situación
financiera frente a los mercados internacionales.
Sor Socorro se presentaba frente a sor
Paulina, la madre superiora, ciertamente cohibida, pero resuelta y decidida en
sus intenciones:
-Permiso, madre superiora, para hablar
con usted de un asunto en extremo apremiante.
-Tiene mi permiso, cómo no, Hermana sor
Socorro. Explíquese.
-Verá, madre, ayer recibí de nuevo otra
carta de mi gran amigo Ernesto. Hacía seis meses que no recibía correspondencia
suya. Pero a diferencia de las anteriores ocasiones, una razón de peso mayor le
motiva a pedirme sus respetos.
-Usted dirá.
-Ernesto, que siempre ha sido mi gran
amigo de la infancia, ha quedado desamparado, pues su padre, del mismo nombre,
ha fallecido recientemente, según me cuenta. Él, que nunca ha dejado de
quererme, me apoyó en los peores momentos a la hora de decidirme a la vida
religiosa. Nunca se opuso a ello.
-¿Y, por qué no pensó antes las
consecuencias que le acarrearía integrarse a la vida monástica?
-Verá, perdí a mi padre siendo niña. Él
fue asesinado. El suceso me conmovió por dentro, y decidí, por ello, dedicarme
a la religiosidad conventual en cuanto tuviera edad. Pero Ernesto, mi compañero
de juegos, mi amigo y vecino, siempre me protegía de los demás chavales y niñas
que, hostilmente, no me comprendían, me negaban su amistad, achacando que mi
padre acabó como se merecía. Algo cruel e ignominioso que, como comprenderá,
hizo replantearme la perspectiva vital.
-Y, ¿qué tiene que ver todo eso en que
ese joven le pida ahora sus respetos?
-Pues en que ha quedado solo, ya que su
padre le ayudaba a llevar su vida con algo de sentido, según me cuenta en la
misiva. Últimamente era su gran apoyo, le ayudaba a administrarse, y le evitaba
a recaer en su adicción al juego.
-Ese joven, su amigo, ¿Es un hombre
honesto, verdad?
-Naturalmente.
-Y, Hermana, ¿qué me quiere plantear con
tanta premura al respecto? No sienta vergüenza, de entre nosotras no saldrá
comentario alguno, si es que tiene algún reparo. La confidencialidad es una de
nuestras mayores máximas, aquí, en el convento, no lo olvide.
-Pues, verá, madre superiora, nunca, a
lo largo de toda mi preparación en la Hermandad, pude desligarme totalmente del
afecto que me inspiraba el recuerdo de Ernesto y su compañía. Ya sé que no es
propio de una correcta monja carmelita descalza admitir estos afectos mundanos,
ya hechos los votos de castidad y pobreza en la Hermandad.
-Usted sabía a lo que atenerse al
ingresar en nuestra Congregación.
-Por eso, precisamente, aún en mi
interior más recóndito concebía un cierto desasosiego del que no quería darme
cuenta.
-Y, entonces, sor Socorro, ¿qué piensa
plantearme sobre el asunto?
-Ayer, al recibir la carta de Ernesto,
en un principio la consideré como una tragedia que él debiera aprender a asumir
con ayuda de instituciones especializadas en ello. Pero, tras releerla un par
de veces, afloró un sentimiento en mí de nostalgia, compasión y aflicción hacia
Ernesto que, tras cavilar detenidamente sobre él y sus circunstancias, he
llegado a la conclusión de que es responsabilidad mía, y solo mía, ayudarle a
seguir su camino en la vida, con honor, con mi apoyo, a su lado. No puedo, de
ninguna manera, darle la espalda.
-¿Pretende, sor Socorro, abandonar la
Comunidad por él?
-Sí.
-¿Está segura de su decisión? Ya sabe
que será irrevocable, y no podrá dar vuelta atrás.
-Sor Paulina, estoy segura de mi
decisión, como usted dice. Ernesto es un buen hombre, y yo, como ve, una monja
débil.
-Como desee, Hermana sor Socorro. Podrá
recoger sus ropas urbanas tras la comida del mediodía.
-Muchas gracias, madre superiora. Nunca
olvidaré mi recorrido en el convento: la armonía y devoción cristianas en él
arraigadas; la fraternización con las Hermanas; el respeto al silencio, la
oración y el rezo; y, en general, el desapego de lo material que se profesa y
el apego a lo espiritual que se genera.
-Pues, ya de acuerdo, tiene esta mañana
disponible para despedirse de las Hermanas, y, con discreción, alegaremos que
su salud es quebradiza, y, por tal motivo, debe llevar una vida diferente, que
le sea más saludable, en pro de no recaer enferma gravemente. No será necesario
dar mayores explicaciones.
-Me parece buena idea, sor Paulina. No
tengo nada que objetar.
De esta manera sor Socorro acordó con su
madre superiora su salida del convento. La primera un poco confusa aún por el
giro que iría a tomar su vida desde esos momentos. La segunda un poco alicaída
por la pérdida de una de sus más esperanzadas continuadoras de sucesión en el
Carmelo Descalzo.
Me a gustado mucho espero el próximo domingo para seguir la historia un afectuoso saludo
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